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La fiesta de los virus

Mis hijos han decidido despedir el invierno a lo grande: con un fastuoso festival de virus, al que, por supuesto, estamos invitados sus padres. Desde hace algo más de dos semanas hemos tenido de todo. Primero fue una gripe, que pasaron ambos niños y compartieron generosamente conmigo. Después los dos, que están confraternizando mucho últimamente, se han pasado mutuamente una bronquitis, de la que el pequeño aún no se ha recuperado y que nos ha tenido un poco asustados este fin de semana. Además, el mayor ha tenido otitis y se ha traído del cole una encantadora conjuntivitis, de la que ha querido hacer partícipe a su padre. La pediatra, optimista que es ella, nos despidió el viernes anunciándonos que hay un potente virus de grastroenteritis y que tenemos todas las papeletas para que se instale en nuestra casa. Para que nos vayamos preparando, más que nada.

Fuente: Pixabay


Por todo esto, en las últimas semanas una serie de frascos y misteriosas cajitas se han hecho dueñas de la cómoda de nuestro dormitorio. Podéis adivinar parte del contenido viendo la foto que publiqué el pasado miércoles: son todos los que están, pero no están todos los que son. Paracetamol (infantil y para adultos), ibuprofeno (y su variante infantil, el célebre Dalsy), antistamínico, ventolín, amoxicilina, colirio, mucolítico, suero fisiológico... y, por supuesto, kleenex a mogollón y el inseparable termómetro. Total, que si entráis en nuestra casa, además de pillar algún virus, pensaréis que os habéis teletransportado a un episodio de The Walking Dead (efecto del cruce de medicamentos y de la falta de sueño de todos los habitantes de esta casa).

Así que estos días me ha dado por reflexionar sobre dos cosas, fundamentalmente. La primera, lo difícil que es que los niños se tomen las medicinas. El pequeño se arranca la mascarilla del ventolín, escupe el antibiótico y hay que sujetarle entre dos para conseguir que tome algo de apiretal. Al mayor prácticamente hay que esposarle para poder ponerle el colirio en los ojos y hacerle una limpieza nasal es misión imposible. Que ya querría yo ver ahí a Tom Cruise intentándolo y no la tontería esa de descolgarse del techo.

La segunda reflexión, más seria, ha girado en torno a la angustia que vivimos los padres cuando los hijos enferman. Vale, no me refiero a enfermedades graves. Si sufrimos con la fiebre de una gripe, no puedo ni imaginar la terrible aflicción de los padres que tienen hijos con enfermedades serias. Bueno, un poco, sí. Yo he estado delante de una incubadora durante días sin saber si mi hijo viviría o no. El dolor es tan inmenso que no puedo describirlo. Pero hoy no estoy hablando de ese tipo de cosas, sino de enfermedades comunes, esas que pasan todos los niños.

Hay padres más tranquilos y otros más nerviosos para este tipo de cosas. Mi marido es del segundo tipo. Por él, iríamos a urgencias en cuanto los niños tienen cinco décimas. Y, cuando están con fiebre, aunque sea poca, se levanta cada hora para ver cómo están. Yo soy más tranquila, lo que no evita que me preocupe igual, me agobie ver cómo la fiebre no baja a pesar de haberles dado medicación, me tire en pie media noche si es necesario y que me angustie si a mi bebé con bronquitis empieza a hundírsele demasiado el pecho al respirar. A esto se une que el mayor, por lo menos, puede explicar qué le duele, pero a los bebés hay que adivinarlo, porque ellos no pueden decirnos si les molesta al tragar o les duelen los oídos o es el segundo diente, que está rompiendo la encía, lo que les incordia (ah, sí, también hemos tenido de eso).

En fin, parece que empezamos a ver la luz. Los primeros días de buen tiempo ya van anunciando el fin de este invierno que tan largo me ha parecido. Y de aquí al verano y la playa ya sólo hay un paso, lo que motiva mucho, la verdad. Nada, que hoy me he levantado optimista. Será porque el mayor ha vuelto al cole y el pequeño se ha levantado sin fiebre. Y ya atisbo en el horizonte un mundo sin tos ni mocos.